LA MEMORIA: UN DEBATE
NECESARIO
¿A QUÉ LE DIJO “NUNCA MÁS” LA SOCIEDAD ARGENTINA?
En tiempos en que la Primera Línea chilena
continúa peleando indoblegablemente por quebrar el continuismo pinochetista de Sebastián Piñera; el hartazgo de la sociedad paraguaya estalla doblegando a
las fuerzas represivas y haciendo tambalear al gobierno corrupto del presidente
infanticida Mario Abdo Benítez; y en nuestro país se
rebelan lxs formoseñxs contra el retroceso a un protocolo restrictivo por parte
del Estado provincial; precisamente cuando Argentina cumple 45 años desde la
dictadura que faenó a una generación con el fin de instaurar un país para
pocos, resulta propicio interrogarse qué fuimos capaces de hacer con aquella
lección y cómo nos paramos como pueblo ante un futuro todavía incierto.
Un punto de partida posible parecería ser
detenerse a considerar qué clase de mandato instauró como sentido común ese
texto canónico que en los albores de esta democracia de baja intensidad recopiló
la denuncia de los horrores padecidos por la sociedad argentina durante el
gobierno de facto.
Como se recordará, el 29 de
diciembre de 1983 Ernesto Sábato fue
elegido Presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), debido a la imagen de
honestidad y espíritu crítico que trasuntaba ante la sociedad argentina. La
tarea encargada consistió en relevar miles de casos de secuestro, desaparición,
tortura y ejecuciones. Cada uno fue documentado en un archivo numerado. Se compilaron
más de 50.000 páginas de documentación.
Tras la rendición del gobierno militar en la
Guerra de Malvinas, la crisis política se profundizó, la
dictadura ya no pudo recuperarse, y se fue configurando un nuevo escenario político en el que distintas organizaciones
sociales y la Multipartidaria - el espacio que reunía a la Unión Cívica Radical,
el Partido Justicialista, el Intransigente, el Demócrata Cristiano y el Movimiento
de Integración y Desarrollo - retomaron, aunque con distintos matices, la
búsqueda de los desaparecidos.
Pero además, en tal contexto creció una demanda
novedosa: el pedido de enjuiciamiento a los responsables políticos de los
crímenes de lesa humanidad cometidos durante el autodenominado Proceso
de Reorganización Nacional. Un buen ejemplo al
respecto se vio en la multitudinaria “Marcha
por la vida” realizada en octubre de 1982,
que adoptó como consigna central “juicio y castigo a los culpables”.
Ante la creciente
movilización social - incluso por parte de actores que antes habían sido
renuentes a expresar su apoyo a todo tipo de demandas
que reivindicaran el cumplimiento estricto de los Derechos Humanos -, el
28 de abril de 1983 la dictadura militar respondió con un informe
conocido como “Documento final”, en el que, como lo adelantaba
su título, el gobierno de facto interpretaba la violencia
estatal que instrumentara como parte de una
batalla final contra “la subversión
y el terrorismo”. En ese mismo texto, también se descalificaba a las denuncias por las
desapariciones, se daba por muertos a los desaparecidos, y se dejaba “al
criterio de Dios” el juicio final sobre el accionar represivo llevado a
cabo durante esos años.
Esta mirada sobre el pasado argentino asumió
carácter jurídico con la ley 22.924, titulada “Ley de Pacificación Nacional” y
conocida como Ley de Autoamnistía, en la que se instaba a que el pasado “nunca
más vuelva a repetirse”, y se pretendía justificar el conjunto de
crímenes cometidos en virtud del decreto que, en febrero
del año 1975, habían firmado Isabel
Perón e Ítalo Luder para avalar
el Operativo Independencia, en el que se instruía al Ejército a “aniquilar el accionar
del enemigo subversivo”, decisión aún impune que - hablando en plata - dio luz
verde a la carnicería posterior que habría de cernirse sobre lxs argentinxs.
Luego de su triunfo en las elecciones de octubre
y apenas asumida su presidencia, en diciembre de 1983, Alfonsín tomó una serie de medidas tales como la derogación de la
Ley de Autoamnistía Militar, el enjuiciamiento a siete jefes guerrilleros y a
las tres primeras Juntas Militares, y la que produjo más polémica: la reforma
del Código de Justicia Militar, para que se conformara por su medio un Consejo
Supremo de las Fuerzas Armadas que tendría la potestad de juzgar el accionar
militar y las violaciones a los Derechos Humanos, dejando abierta la
posibilidad de apelar en primera instancia a la Cámara Federal. Dichas
iniciativas se inscribían en un análisis del accionar militar que
pretendía diferenciar la responsabilidad jurídica, política y militar de los
altos mandos, los que habrían “abusado de su autoridad” para cometer todo tipo
de “excesos” - tal la liviandad con que
se calificó al plan sistemático de exterminio de opositorxs perpetrado a partir
del 24 de Marzo de 1976 - en los actos represivos, y la de quienes habían acatado sus
órdenes siguiendo estrictamente el principio de obediencia.
Algunas de estas medidas fueron fuertemente
repudiadas tanto por los organismos de Derechos Humanos como por varios partidos
políticos. El cuestionamiento central se focalizaba
en la idea de que fueran los propios militares los
que debían juzgar el accionar de sus pares en el pasado. Pocos actores
confiaban en la imparcialidad de tal tribunal. Este rechazo creció, y tomó fuerza - incluso en el propio partido radical
- la idea que habían impulsado los organismos de Derechos Humanos: crear una
comisión parlamentaria que juzgara los crímenes cometidos por la
dictadura militar.
Pero Alfonsín no estaba de acuerdo con esta
propuesta, porque sostenía que si se dejaba esta tarea en manos del Poder
Legislativo, se generaría un clima político de alta tensión, que favorecería la
adopción de condenas radicalizadas por parte de los parlamentarios. De algún
modo, el primer presidente democrático temía que, ante esas previsibles
condenas, se produjera un enfrentamiento severo con las Fuerzas Armadas que
pusiera en crisis la gobernabilidad demoliberal. En aras de esquivar esta
alternativa, en los círculos cercanos a Alfonsín comenzó a tomar relevancia la
idea de crear una comisión integrada por notables de la sociedad civil capaz de
llevar a cabo las tareas de investigación.
En esas condiciones políticas surgió la
CONADEP. Si bien varios organismos rechazaron
originalmente la idea, muchos familiares y testigos de las
desapariciones le confiaron su testimonio. La investigación se materializó
en el libro Nunca Más, cuya información resultó
sumamente valiosa para llevar a cabo, un
año después, la entrega del Informe y el Juicio a las Juntas.
Por varios motivos, ese se convertiría en
uno de los textos más importantes que se han producido en Argentina
desde la reapertura democrática durante el siglo XX. Su impacto social sigue
siendo asombroso en el marco de una sociedad que aún no ha saldado aquel pasado
tan traumático.
El informe en cuestión
otorgó mayor legitimidad pública a la voz de los familiares y los
militantes de los organismos de Derechos Humanos, dado que la sola publicación
de la información recopilada atentaba contra uno de los propósitos centrales
de la “política de desaparición”: borrar todas las huellas de los
crímenes cometidos.
Por todas estas razones,
el libro es altamente valorado socialmente. Pero, en tanto y en cuanto
la memoria social es un capital en disputa, su recepción ha ido variando con
los años y su prólogo generó una serie de polémicas, porque allí quedó expuesta
una interpretación de la violencia política conocida como la “Teoría
de los Dos Demonios”.
Se trata de una coartada ideológica - falaz por
donde se la revise - destinada a eximir de responsabilidad histórica a buena
parte de los sectores medios que en la
primera mitad de los 70s cantaron a voz en cuello “Montoneros, el pueblo te lo pide, queremos la cabeza de Villar y
Margaride”, y en la segunda se autojustificaron esgrimiendo el siniestro
argumento de “Algo habrán hecho”.
Esos sectores, que compraron televisores color y recorrieron el mundo con el
dólar barato de Martínez de Hoz y
luego le otorgaron a Menem el voto-cuota, medraron - y aún medran - con la
“Teoría de los dos demonios” que formula primero el alfonsinismo consagrándola
por acción (o sea, proscribiendo a los generales represores y a los líderes
revolucionarios), y el menemismo por omisión (ya que libera a los generales
represores y a los líderes revolucionarios) Como queda de manifiesto, ninguna de las dos acciones
cuestiona el sentido último de la teoría en cuestión.
Tal comportamiento no se explica sin tener en
cuenta que vivimos en una sociedad escarmentada, dado que el Terrorismo de Estado dejó un saldo disciplinador en el cuerpo social y clavó nuevamente en la pica de la
Plaza de Olta la cabeza de quienes se animaron a desafiar a la oligarquía.
Así, de un tiempo a esta parte hay espacio para
hablar en nombre de la generación del 70, y hasta para gobernar proclamando “Somos hijos y nietos de las Madres y Abuelas
de Plaza de Mayo”, pero no existe voluntad para revisar a fondo la porción
ilegitima de la deuda, contraída con la violación de embarazadas y la
apropiación de sus hijos como botín de guerra. Esos son los niveles de
permisividad con que se afronta un tema tan sensible.
No era muy diferente cuando José Hernández decidió ser abogado del montonero “Chacho” Peñaloza. En todo caso, el
pueblo argentino viene librando desde hace más de dos siglos una lucha
sostenida contra el coloniaje, que a la fecha adquiere formas cada vez más
sofisticadas, falaces e intelectualmente difíciles de contrarrestar y
desmontar. Por eso hay que detenerse a pensar en la “Teoría de los dos
demonios” como mecanismo fundamentalmente impugnatorio de las fuerzas que en el
pasado reciente osaron desafiar al poder real, generado para garantizar la tranquilidad
de conciencia de aquellas franjas sociales que en su momento no confrontaron
directamente con el mismo.
Esta interpretación del pasado argentino que
subyace en el prólogo originario del libro fue reformulada en el año 2006,
cuando el “Nunca Más” se reeditó con un
anexo que incluía un listado más completo de los desaparecidos y
de los centros clandestinos de detención. En esta reedición, la línea
argumentativa del prólogo se modificó argumentando que la violencia estatal y
la utilizada por las organizaciones populares no eran simétricas y, por lo tanto, tampoco igualmente repudiables,
a tal punto que el lema Nunca Más, si bien suponía un claro reclamo por el
cese del uso de la violencia política, no podía significar asimismo un repudio
por las consignas políticas que portaron muchos
militantes durante los años setenta, nucleados en dichas organizaciones.
A pesar de esta polémica, el Nunca Más siguió provocando una alta identificación en la sociedad
argentina, como lo prueba el hecho de que el título
del libro se convirtió en una consigna utilizada en diversos tipos de
manifestaciones públicas convocadas para pedir justicia, no solamente cuando
se trata de hechos relacionados con la dictadura,
sino también cuando se trata de reclamos vinculados al
respeto por cualquier tipo de derecho.
Pero es menester concluir este análisis
poniendo en blanco sobre negro que lo que en dicha consigna subyace desde su
origen es el imperativo de dar por concluidas tanto la era de las pretensiones
golpistas como la de las utopías revolucionarias, propósito categóricamente
antidialéctico, toda vez que la Historia prueba que es imposible suprimir por
decreto la lucha de clases, a veces larvada y muy otras manifiesta. Como sucede
ahora mismo en varios países de la región.
Que aún subsistan guerrillas remanentes del
contexto de la Guerra Fría como ocurre en Colombia, donde el índice de
exterminio de ex insurgentes desmovilizados lo explica por sí solo, rebeliones
campesinas armadas como en el caso de Paraguay frente a un contexto de
explotación feudal, o experiencias de nuevo cuño como lo es la del zapatismo
chiapaneco, que no surge proponiéndose el “asalto al Palacio de Invierno” sino
más bien la defensa político - militar de un territorio en el que germina una convivencia
más humana que la que ofrece este capitalismo del caos, no supone que tales
realidades representen la tendencia emancipatoria general que se va configurando
en Nuestra América.
Los ejemplos mencionados al comienzo de esta
nota permiten vislumbrar un rumbo signado por rebeliones incubadas durante
un largo - y a menudo aparentemente sordo - período de descontento capaz de
eclosionar frecuentemente a partir de un “hecho menor” (como ocurriera en
octubre de 2019 en Chile con el incremento del peaje del transporte
subterráneo), lo que a continuación suele convertirse en aquella chispa que
enciende la pradera.
Ojalá prestaran mayor atención a esos fenómenos
las organizaciones populares que ya están pensando qué tajada sacar en las
próximas elecciones.
Porque la Revolución no ha muerto. Sólo viste
nuevos ropajes.-
JORGE
FALCONE